miércoles, 21 de noviembre de 2007

ESPIRITUALIDAD CRISTIANA


ESPIRITUALIDAD: LA PREGUNTA POR EL "ESPIRITU" QUE NOS HABITA

Marcos Buvinic M., Pbro.




Desde finales de la década de los 70, hemos sido testigos del surgimiento y desarrollo de un nuevo clima y sensibilidad ante la experiencia espiritual. Se trata de un proceso que, entrelazado con otros, atraviesa la vida de la comunidad humana y de la Iglesia.

Este ambiente y sensibilidad se manifiesta - en una de sus vertientes - en el redescubrimiento de la religión y en la búsqueda de experiencias espirituales que comuniquen sentido a una vida personal y social que, a menudo, aparece como fragmentada, dispersa, vuelta sobre sí misma y, en fin de cuentas, errática.

Surgen así, tanto en la Iglesia como fuera de ella, diversos movimientos, grupos y corrientes que buscan y ofrecen la anhelada experiencia espiritual que permita el despliegue personal y comunitario ante un mundo marcado en forma inhumana y asfixiante por la técnica, la especialización, lo objetivable, la utilidad económica.

Además de esta vertiente de reacción crítica ante la modernidad secular, surge desde el mundo de los pobres una rica experiencia espiritual en medio de la lucha por la vida, ante una realidad marcada por la muerte (condiciones inhumanas de vida, muerte prematura e incluso muerte violenta). Es una experiencia espiritual que recorre la vida de la Iglesia y de los pobres desde las pequeñas comunidades rurales y de periferia urbana, que es sostenida por el testimonio generoso de catequistas, animadores laicos, religiosos y religiosas; que es impulsada y acompañada por numerosos pastores, obispos y sacerdotes; que es tematizada por diversos teólogos y enriquecida con sus reflexiones; que es probada en la adversidad y autentificada con el testimonio de los mártires.

Pareciera que, desde las diversas vertientes culturales y socio-económicas, muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo están "en búsqueda". La espiritualidad es, en nuestro tiempo, algo que interesa y atrae, se multiplican las publicaciones sobre el tema, y en medio de las búsquedas y de diversos intentos de respuesta, también se abre espacio la distorsión, la caricatura y la confusión con respecto a la espiritualidad.

I. Las trampas del lenguaje

Nuestro lenguaje es, en última instancia, el vehículo de nosotros mismos; en él se contiene y comunica mucho más que el mero significado de las palabras. Es decir, en él se contiene y comunica todo un universo de sentido, la percepción que tenemos del mundo y de nuestro lugar en él. En el lenguaje estamos abriendo las puertas y ventanas de nuestro mundo interior: del "mundo" que nos habita, y de nuestro modo de habitar el mundo.
De este modo, en relación a la espiritualidad, es particularmente significativo el lenguaje que utilicemos como revelador del fondo de la experiencia que intentamos comunicar. Revisemos, pues, en forma sumaria, algunos lenguajes que se articulan con respecto a la espiritualidad.

A. Lenguaje Dicotómico: Material - espiritual

Para muchas personas, incluso cristianos, el término "espiritualidad" hace referencia a una distinción y oposición con "lo material", con "las cosas terrenas", con "lo práctico y lo concreto"; mientras que "lo espiritual" pertenece "al otro mundo", a "lo abstracto e ideal". Dentro de este lenguaje dicotómico es habitual que "lo material" se considere como algo poco noble, "bajo" y aun despreciable.
El paso siguiente de esta lógica que, a partir de la dicotomía inicial ha colocado a "lo espiritual" en el más alto (e inalcanzable) peldaño, es una llamada a ser "realista", pues "desgraciadamente, hay que vivir en 'este' mundo". El "realismo" no es otra cosa que la llamada a someterse a la lógica de "lo material"; sometimiento que, habitualmente, es vivido con diversos grados de culpabilidad. Pero... "¿qué se le va a hacer? Hay que ser realistas".

Muchas personas que viven según esta lógica, es decir, sometidos inevitablemente a la poco noble condición de "lo material", en el deseo de poder exorcizar la culpa anhelan tener tiempos y espacios para dedicarse a "lo espiritual", el cual es casi automáticamente identificado con "lo que me saca de 'este' mundo"; dedicaciones "espirituales" que son un breve paréntesis para volver al realismo de "lo material" con la culpabilidad relativamente redimida. Y así, de paréntesis en paréntesis...

Estamos aquí ante una estructura típicamente dualista, que separa lo que Dios ha unido en la persona humana y hace de la ruptura entre fe y vida uno de los dramas de nuestro tiempo.

Una antropología dualista opone las dimensiones diferenciadas (espiritual-material, individual-social) de la unidad de la persona humana. En el ámbito de la espiritualidad, en el dualismo subyace una interpretación ontológica de la antítesis paulina de carne y espíritu; interpretación ontológica que rompe la unidad fundamental de la persona, oponiendo las dimensiones diferenciadas y mutuamente dependientes de esa realidad.

B. Lenguaje Subjetivo: mera interiorización

Otro lenguaje que conduce a la caricatura de la espiritualidad es el que procede, ya no por oposición, como el dualismo, sino por una centralización totalizante en el individuo.

Se trata del lenguaje del "para mí", que tiende a presentarse como absoluto e incuestionable desde la experiencia del individuo: "para mí la Eucaristía no tiene sentido", "para mí 'tal cosa' no es pecado", "para mí no tiene sentido preocuparse por lo social porque siempre va a haber pobres", "para mí...", etc.

En el lenguaje del "para mí" subyace una profunda búsqueda de sentido y, precisamente en el ámbito de la espiritualidad, es eso lo que busca: un sentido "para mí". Tener un "sentido para mí" ya es algo; sin embargo, es bastante poco si no consigue ser un "sentido para otros", y es mucho menos si no es expresión de un "sentido en sí mismo" que proviene de la humilde acogida a la realidad. En la búsqueda del "sentido para mí", la experiencia espiritual que se considerará válida será - obviamente - la que tenga "sentido para mí", llegando de este modo al círculo cerrado de un subjetivismo alienante que, a menudo, identificará la espiritualidad con la mera "interiorización". Así, la búsqueda espiritual termina su camino en espiritualismos desencarnados, misticismos volátiles, o sentimentalismos pietistas y a-históricos que, destruyendo la realidad del misterio de la encarnación, concluyen o en lo esotérico (o casi), o en el mero esteticismo, o en la permanente necesidad y búsqueda de experiencias entusiásticas que "motiven" y mantengan vivo el "sentido para mí".

Estamos aquí ante una expresión de una antropología existencialista radical, en la cual el sentido sólo proviene - en última instancia - del individuo, y no de una realidad en la que él se inscribe en relación mutua. En la lógica del "para mí", Dios mismo, incluso, depende del sentido que tenga "para mí"; estamos, pues, ante la idolatría del individuo. Por cierto que el lenguaje del "para mí" tiene el gran valor de poner de relieve la subjetividad y, en ella, resaltar la importancia de la experiencia personal como necesaria reacción ante la estrechez alienante de una conciencia exclusivamente objetiva. Su límite reside en dar paso, precisamente, a la estrechez alienante de una conciencia exclusivamente subjetiva que se basta a sí misma en la búsqueda espiritual y en la asignación de sentido. La espiritualidad cristiana, como veremos, tiene la pretensión de ser exactamente lo contrario, es decir, un sentido radical que es comunicado "desde fuera" como don gratuito.

C. Lenguaje del "hacer"

Un tercer lenguaje que es usado en relación a la espiritualidad, y que también caricaturiza a ésta, es el lenguaje del "hacer". Es un lenguaje que tiene varias vertientes, no sólo diversas, sino divergentes; es el lenguaje de todos los moralismos - sean de "derechas", sean de "izquierdas" -, los que se relacionan a la espiritualidad desde la lógica de "lo que hay que hacer" y de "lo que no hay que hacer". Se trata del lenguaje de las exigencias, de los "deber-ser", de los méritos propios; es decir, es el lenguaje de la "ley" cumplida como obra de la persona humana y que la justifica plenamente ante Dios, permitiéndole acceder ya no al fundamento y sentido de la propia existencia, pues se lo ha dado a sí misma con su "hacer," sino a un "plus" como recompensa.

Esta antropología que funda en el "hacer" toda la proveniencia del sentido, y que en el "hacer" humano resuelve las expectativas más fundamentales de la persona, hace de Dios un personaje superfluo que sólo tiene un eventual espacio "después" del "hacer" como verificación última que aprueba o reprueba; o, en algunas vertientes de este lenguaje, Jesucristo "entra" como un mero ente modélico para mi "hacer" o para mi "praxis".

Siendo, pues, Dios superfluo, la espiritualidad se reduce a una caricatura moralista, a un código a cumplir, a una "praxis" a realizar como condición indispensable. De este modo, en un proceso que muchas veces es casi imperceptible en su gradualidad, el Evangelio de la misericordia y de la gracia de Dios es sustituido por el cumplimiento de la "ley" como obra humana.

Por cierto que el "hacer", la moral, la praxis, tienen su lugar y sentido bien precisos en la vida cristiana como expresión y fruto de la acción de Dios en la persona humana, como la obra del Espíritu en el creyente, que lo libera de la idolatría de sus propias fuerzas y proyectos para introducirlo en el designio de Dios y capacitarlo para colaborar en ese proyecto.

En síntesis, el lenguaje del "hacer" pretende poner - según la expresión popular - la carreta delante de los bueyes; o pretende creer - y hacer creer - que la espiritualidad es como las matemáticas, en las cuales el orden de los factores no altera el producto; sin embargo, en las cosas de Dios, el orden de los factores altera radicalmente el producto, pues sólo Dios es Dios.

En el camino seguido, partiendo de la constatación de que hay muchos "en búsqueda" de sentido y que, por lo mismo, la espiritualidad interesa y atrae, hemos caracterizado en forma sumaria algunos lenguajes que caricaturizan lo que es la espiritualidad; reducción de la espiritualidad a la caricatura que es consecuencia de una reducción antropológica que absolutiza alguna dimensión de la persona humana, distorsión de la persona humana que es expresión de una distorsión radical, la del mismo Dios.

II. La vida según el Espíritu

Al referirnos cristianamente a la espiritualidad, estamos situados ante una vida según el Espíritu (cf.Rom.8,9), una vida nacida, orientada y alimentada por el Espíritu Santo; estamos, pues, ante la experiencia original que hace cristiana a una persona: estar habitada por el mismo Espíritu que habitó a Jesús de Nazaret.

De este modo, esa experiencia es la que intenta ser, primero, radicalmente vivida, y luego, formulada y comunicada en aquello que llamamos "espiritualidad".

Así, la espiritualidad queda situada en su humus original: la experiencia de Dios. No es posible, entonces, referirse a la espiritualidad cristiana como a un mero conjunto de "prácticas" espirituales - del tipo que sean y por importantes y significativas que sean consideradas - sino como la irrupción de algo tan insospechado, tan vigoroso y transformador como es el hecho de que Dios mismo se está haciendo presente de modo singular en la vida de hombres y mujeres.

La vida cristiana está sellada en su mismo origen como la vida del Espíritu de Dios en el creyente; se trata de una vida en la fe - y del mismo proceso de acceso a la fe -, del camino de conversión, del conocimiento y amor a Jesucristo, del deseo y capacidad para seguirlo colaborando en el designio del Padre, viviendo según el proyecto de Dios y sus criterios tal como han sido encarnados para siempre en la vida y enseñanza de Jesús. Toda esta vida es por la intervención del Espíritu Santo (cf. 1 Cor. 2,10-16) comunicado como don gratuito y acogido como tal.

Este vivir según el Espíritu se contrapone a "vivir según la carne" (Cf. Gál.5,16-25), es decir, se contrapone a una vida cerrada sobre sí misma, en una perspectiva sólo terrena y orientada por los criterios y los "esquemas de este siglo" (Rom. 12,2).

La espiritualidad cristiana se refiere, pues, a la vida de Dios Trino en nosotros y, puesto que es una "vida", comporta un dinamismo procesual, un proceso de orientación permanente hacia el designio de Dios. Igualmente, puesto que es una "vida", su carácter procesual de conversión involucra todas las dimensiones de la persona: su pensar, su sentir y querer, y su actuar; es decir, la vida según el Espíritu dinamiza un proceso de transformación y asunción de criterios, valores y actitudes, según Jesucristo. En otras palabras, el don de la vida según el Espíritu dinamiza un proceso de transformación personal que despliega un conjunto de convicciones, de valoraciones, de obras y compromiso, a imagen de Jesucristo.

En su carácter de don gratuito, la vida según el Espíritu es una permanente llamada a nuestra libertad, una llamada que se concreta con nuestra respuesta a una determinada vocación a la santidad y al apostolado. Esta vida es la obra del Espíritu Santo en nosotros, El es nuestro evangelizador que nos conduce a la configuración con Jesucristo, el que inicia y consuma la fe (cf. Heb. 12,2), según el designio del Padre.

III. A modo de síntesis

Cuanto hemos tratado de expresar sintéticamente se podría formular esquemáticamente del siguiente modo:

don gratuito de VIDA SEGUN EL ESPIRITU
proceso de conversión
criterios
vocación
santidad
CONFIGURACION

valores


CON JESUCRISTO

actitudes
respuesta
misión

En esta dinámica engendrada por el don gratuito del Espíritu, la espiritualidad cristiana queda situada, pues, en las antípodas de los lenguajes antes vistos - en lo que ellos se refieren a la espiritualidad: la espiritualidad cristiana viene a unificar y plenificar lo que el dualismo hace dicotómico; viene a romper el círculo cerrado del subjetivismo alienante con una novedosa y radical donación de sentido y llamada a la acción; viene a liberar de toda esclavitud de la "ley" y de los proyectos humanos, por medio del Evangelio de la gracia y la misericordia que introduce en el designio de Dios y capacita para colaborar en él.

Es al interior de esta dinámica de la obra del Espíritu en nosotros que la espiritualidad cristiana se manifestará:
- por su permanente centralidad en la persona de Jesucristo, el autor y consumador de la fe (cf. Heb. 12,2), al lado de quien todas las cosas que antes aparecían como ganancia, se manifiestan como pérdida y carentes de valor (cf. Filp. 3,7-12);
- en la edificación de la Iglesia como comunidad fraterna en misión, a cuyo servicio están los dones del Espíritu (cf. 1 Cor. 12-14);
- en la actitud de acción de gracias que brota de la acogida del don en cuanto tal, de su inesperada novedad, y de contemplar la obra del Espíritu en nosotros y en la historia;
- en el gozo del anuncio del Evangelio, ese deseo profundo de llevar el Evangelio a la vida de los hombres (cf. Rom. 1,14-15);
- en la cercanía a la vida de los pobres, en quienes está misteriosamente presente Jesucristo, y en quienes tiene lugar el juicio de la solidaridad transformadora o de la omisión egoísta e injusta (cf. Mt. 25, 31 ss).

De esta manera, es el conjunto de opciones novedosas, de actitudes y prácticas inesperadas y aparentemente "anormales" - para la lógica de este mundo - que caracterizan el seguimiento de Jesús, las que permiten percibir y hacen creíble la presencia operante del Espíritu en el cristiano, en la Iglesia y en la historia. Allí, en el testimonio de la novedad cristiana que rompe esquemas e inercias mentales y sociales, puede emerger para un mundo "en búsqueda" la pregunta por quién es el que impulsa a esos testigos hacia tales opciones, actitudes y prácticas, cómo los inspira; en fin, la pregunta por cuál es el "espíritu" que los habita.

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