martes, 20 de noviembre de 2007

RESUMEN: SOCIOLOGÍA DEL MOVIMIENTO DE JESÚS


EL MOVIMIENTO DE JESÚS

HISTORIA DE UNA REVOLUCIÓN DE LOS VALORES

GERD THEISSEN



La presente obra objeto de nuestro estudio, corresponde a la reelaboración de un libro titulado “Sociología del movimiento de Jesús” que desarrollaba cuatro tesis a saber:
1. En los comienzos del cristianismo primitivo surgieron carismáticos itinerantes, sin residencia fija, que enseñaban una ética radical.
2. Formaban parte de un movimiento de renovación surgido dentro del judaísmo.
3. Su origen estuvo determinado por una crisis producida en la sociedad judeo – palestinense.
4. Su respuesta a esta crisis fue una visión de amor y reconciliación.

El nuevo escrito mantiene el esquema fundamental de la primera versión junto con la tesis acerca del radicalismo itinerante, que constituye el núcleo del movimiento de Jesús[1], considerado movimiento de renovación dentro del judaísmo. Ahora bien, en esta ocasión la intencionalidad apunta a desarrollar la tesis de que dicho movimiento aprendió del fracaso de movimientos anteriores y supo utilizar las experiencias precedentes para penetrar desde la cultura nacional en la cultura extranjera, que era superior, y ser incluso capaz de transformarla desde una alternativa frente a las soluciones que empleaban la violencia. Dicha alternativa consistía en el cambio de valores y de convicciones, que Theissen interpreta como una revolución de valores.

Para desarrollar la tesis en cuestión que hace parte de las investigaciones históricas, Theissen echa mano tanto de las teorías de la integración como de las teorías de los conflictos aplicadas a la sociología de la religión, además, sigue un triple procedimiento de orden constructivo (apelando a todos los enunciados sociológicos precientíficos que proporcionan indicaciones sobre el origen, los bienes y la condición de las distintas personas, o que facilitan indicaciones sobre programas, formas de organización y maneras de comportamiento de grupos enteros), analítico (que tiene como punto de partida textos que ofrecen datos sociológicos, entre ellos se cuentan las normas y reglas que permiten sacar una conclusión retrospectiva sobre tendencias reales de la conducta, a las que se hace frente por medio de exhortaciones y prohibiciones) y comparativo (ya que son indispensables las comparaciones con movimientos análogos, ya sea dentro del mismo entorno o bien en el seno de otras culturas), para sacar conclusiones retrospectivas, tomando como fuente más importante para conocer el movimiento de Jesús, los evangelios sinópticos, porque han conservado tradiciones procedentes de la primera generación de cristianos. En lo que respecta a las fuentes judías cabe mencionar a Flavio Josefo, Tácito y Filón de Alejandría y como fuente no cristiana a Luciano de Samosata, quien en sus escritos hace mención a profetas itinerantes del cristianismo primitivo.

Ahora bien, es claro que estos tres procedimientos presuponen que unos textos, en combinación con otros textos y testimonios, permiten extender la mirada para hacer una lectura crítica de la realidad histórica. Los textos son resultado de la acción humana y, por tanto, pueden entenderse únicamente en el contexto del hacer y del padecer humanos.

En este sentido, es posible entender la utilidad del estudio sociológico del origen de una religión, ya que sirve para que podamos percibir mejor la responsabilidad por su ulterior desarrollo o la manera de tratar con ella. Al respecto, todos los hombres tienen responsabilidad, no sólo aquellos que comparten la perspectiva cristiana, sino aquellos que se aproximan al cristianismo desde fuera.

Después de describir la intencionalidad de la obra, conviene señalar los cuatro momentos que articulan la estructura temática para desarrollarlos uno a uno posteriormente.

En un primer momento, Theissen elabora una análisis de las funciones en el movimiento de Jesús, titulándolo “Un movimiento de automarginados y de carismáticos itinerantes”. En un segundo momento, realiza un análisis de grupos del movimiento de Jesús al cual titula “El movimiento de Jesús como movimiento milenarista”. En un tercer momento, echa mano del análisis sociológico del movimiento de Jesús titulándolo “La crisis de la sociedad judía como terreno fértil para el movimiento de Jesús”. Por último, en un cuarto momento realiza un análisis de las ideas recogidas en los tres pasos anteriores, titulándolo “La visión social del movimiento de Jesús”.


1. UN MOVIMIENTO DE AUTOMARGINADOS Y DE CARISMÁTICOS ITINERANTES.

Análisis de las funciones en el movimiento de Jesús.


El movimiento de Jesús tuvo su origen en Jesús de Nazaret, considerado sociológicamente como un carismático. El carisma es el don de una persona que consiste en ejercer autoridad transformando el rechazo y la hostilidad incrementando su propia influencia, sin basarse en instituciones y funciones previas.

Entre los adeptos a un carismático existen círculos de diferente proximidad a la figura central. En el movimiento de Jesús, los discípulos pertenecían al círculo más íntimo y habían sido llamados por Jesús en seguimiento suyo. Ellos habían dejado hogar y bienes y, después de la muerte de Jesús, continuaron la vida de carismáticos itinerantes que él había llevado. Este grupo recibe el apelativo de “Carismáticos secundarios”.

Al círculo exterior pertenecían los simpatizantes sedentarios de Jesús, a los cuales se identifica con el apelativo de “Carismáticos terciarios”, quienes junto con el grupo anterior, se constituían en los hermanos y hermanas de Jesús en sentido figurado (Mc 3,34), consolidando la “familia dei” como amplia forma social de adeptos a Jesús.

En este orden de ideas, es posible identificar en el movimiento de Jesús tres funciones o papeles complementarios: Jesús como el carismático primario, los predicadores itinerantes como carismáticos secundarios y los simpatizantes como carismáticos terciarios, todos ellos integrados en un círculo, todavía más amplio, de potenciales adeptos procedentes del pueblo. Ahora bien, entre los carismáticos itinerantes y las comunidades locales existía una relación complementaria: los carismáticos itinerantes eran autoridades espirituales de las comunidades locales y las comunidades locales constituían la base social y material de tales carismáticos; entre ellos existía un intercambio de prestaciones espirituales y materiales, ambos vivían y se legitimaban (después de la pascua) por su relación con un revelador trascendente, quien por medio de su martirio había acrecentado aún más su autoridad.

Jesús como carismático primario fue percibido como portador de esperanza por la fuerza de irradiación de su persona, pero también por los anhelos y expectativas que se depositaban en él, por las funciones en las que se lo contemplaba como maestro, profeta y rey. Como profeta, la actividad y la suerte corrida por Jesús se pueden entender únicamente cuando se tiene en cuenta un conflicto fundamental de funciones: Jesús se sustrajo a su hogar y a su aldea, y chocó así contra las elementales expectativas y funciones que se depositan en un sencillo “carpintero”. En este punto, Jesús tuvo que defenderse de la crítica al tiempo de actuar como un carismático entre campesinos.

Esta ruptura con el hogar y con la familia queda compensada en Jesús por la nueva familia constituida por el círculo de sus adeptos: “El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 35). Jesús aceptó la ruptura con la función familiar a fin de ser un maestro itinerante sin patria ni hogar, él fue el primer maestro itinerante del que se tenga noticia en el judaísmo de aquel entonces.

Al ser considerado en el pueblo como maestro, profeta o mesías, Jesús se vio confrontado con expectativas de funciones religiosas. La tradición acerca de Jesús contiene géneros que corresponden a estas funciones, entre ellas podemos identificar las de género didáctico referidas a las palabras y parábolas con las cuales hacía reflexionar a sus oyentes y marcaba una manera diferente de enseñar a las de los doctores de la ley, ya que hablaba como quien tiene autoridad. Las de género profético, representadas en los ayes y en las bienaventuranzas con las que amenazaba con el juicio a los privilegiados, mientras que a los desdichados les prometía la salvación (Lc 6, 20-26). Y las de género regio referidas a actitudes concretas de Jesús en las cuales quebranta el sábado como lo hizo el rey David, el cual comió de los panes de la ofrenda reservados para los sacerdotes (Mc 2,25s); entra en Jerusalén como un rey humilde y convierte la idea del Mesías en un mesianismo de grupo instituyendo a otros como “mesías”. Aquel que instituye a otros como “mesías” ¡tiene que ser más que un Mesías!

Conviene aclarar que Jesús no era el único carismático de su tiempo; poco antes de la muerte de Herodes I (año 4 a.C), Judas y Matías incitaron a jóvenes a que arrancaran del templo un águila dorada que era símbolo del dominio extranjero por parte de los romanos. Después de la transición a la administración romana directa en Judea y Samaría, surgieron Judas Galileo y el fariseo Saduc, quienes protestaban contra el pago de tributos a los romanos.

Esta competencia con los carismáticos precedentes y con los que actuaban junto a Jesús contribuyeron a que él intensificara su conciencia de sí mismo de una manera difícilmente superable, y a que sus discípulos incrementaran de nuevo simbólicamente la dignidad de Jesús elevándola casi hasta lo inconmensurable, cuando le atribuyeron el nombre que está por encima de todos los nombres (Flp 2,9).

Jesús, en el mundo de símbolos religiosos, llegó a una función última y perentoria. Esto puede explicarse únicamente por el hecho de que Jesús, antes de su ejecución, había suscitado las correspondientes expectativas, que ahora se veían ya cumplidas.

Una vez identificada la función de Jesús como carismático primario, damos paso a la función de los carismáticos secundarios que iban de un lugar a otro y fueron los responsables de lo que más tarde se independizó como cristianismo. Las autoridades del cristianismo primitivo, en sus comienzos, eran apóstoles, profetas y discípulos itinerantes, que se desplazaban de un lugar a otro y que, en esos lugares, podían encontrar apoyo en pequeños grupos de simpatizantes. Dichos grupos permanecían, en cuanto a su organización, en el seno del judaísmo.

El concepto de carismático expresa claramente que la función de esas personas no correspondía a una forma institucionalizada de vida, en la que uno pudiera ingresar por medio de una decisión, sino que su ingreso tenía su fundamento en una vocación de la que el individuo no podía disponer, pues era un llamamiento venido de Dios.

La misión itinerante no se limitaba al círculo de los Doce. Pablo, en 1 Cor 15, 3-8, distingue claramente entre los doce y los apóstoles. Apóstoles son para él todos aquellos que experimentaron una aparición en pascua y que misionaban (1cor 9,1). Pablo, por ejemplo, menciona también como apóstoles a Andrónico y Junias, y acentúa que los dos habían sido ya seguidores de Jesús antes que él (Rom 16,7). Aquí nos enteramos además de que también había mujeres entre los carismáticos itinerantes. Junto a Junias hay que mencionar igualmente a María Magdalena y a otras mujeres, que seguían a Jesús en Galilea (Mc 15, 40-41).

Por otro lado, hay que tener en cuenta las numerosas variantes de carismáticos existentes. Pueden reconocerse dos grandes agrupaciones: un grupo judeocristiano que se remonta a la misión a Israel, y otro tipo de carismáticos itinerantes que está asociado con la misión entre los gentiles. Dentro del ámbito siro – palestinense podemos encontrar la existencia de carismáticos itinerantes a lo largo de varias generaciones que fueron integrando diferencias en la configuración de esa forma de vida. En todo caso, la vida apostólica sin patria ni hogar encontró incesantemente nuevos adeptos en la historia ulterior de la Iglesia: en los monjes irlando – escoceses, en los franciscanos y en los espirituales.

La carencia de patria y hogar, la carencia de familia, la carencia de bienes y la carencia de protección constituyen una forma de ascética que no constituye un valor en si mismo, sino que se halla al servicio de una existencia itinerante que está, a su vez, al servicio del mensaje. El envío de seguidores en calidad de mensajeros fue probablemente una idea genial en una sociedad con medios de comunicación de masas eminentemente orales. Los carismáticos itinerantes del movimiento de Jesús hicieron posible la rápida difusión en el pueblo de los nuevos valores religiosos y éticos.

En los filósofos cínicos itinerantes se percibe cierta analogía con el movimiento carismático itinerante del cristianismo primitivo. También en ellos encontramos una asociación entre una existencia itinerante y un ethos de la carencia de patria, familia y bienes. Jesús pudo haber tomado de los modelos cínicos, de una manera muy superficial, lo que dijo sobre el bastón y el saco de provisiones, pero sin que él mismo fuera cínico. Por eso, en Jesús es concebible de manera muy indirecta un distanciamiento del estilo cínico de vida. Cuando en el discurso de misión ordena a sus discípulos que renuncien al bastón y a la bolsa de viaje (Lc 9,3 / Mt 10,10), Jesús se diferencia de los filósofos itinerantes cínicos, para quienes ambas cosas eran características. Cuando ordena además a los discípulos que, al entrar en una casa, den el saludo de paz, o que la abandonen inmediatamente si no encuentran en ella a ningún “hijo de la paz” (Lc 10, 5s), ¡Jesús se distancia de toda agitación revolucionaria! En ningún caso los discípulos deben alojarse en casas cuyos moradores sean considerados como simpatizantes de rebeldes.

El radicalismo ético de la tradición sinóptica era un radicalismo itinerante que podía practicarse únicamente en condiciones de vida extremas y marginales. Tan sólo aquel que se había desligado de los lazos cotidianos con el mundo; aquel que había abandonado hogar y tierras, mujer e hijos; aquel que había dejado que los muertos enterraran a los muertos y que tomaba como ejemplo a los lirios y los pájaros, podía practicar y trasmitir con credibilidad ese ethos. Este ethos sólo podía practicarse dentro de un movimiento de marginados. No es de extrañar que en la tradición encontremos incesantemente marginados: enfermos y discapacitados, prostitutas y tunantes, recaudadores de impuestos e hijos perdidos. Por su estilo de vida, los carismáticos eran personas marginadas en su sociedad; pero, por sus convicciones, representaban valores centrales de dicha sociedad: el mensaje acerca del solo y único Dios, que se impondría pronto en contra de todos los demás poderes.

Hasta este momento hemos abordado las funciones de Jesús como carismático y de los carismáticos secundarios, ahora corresponde hacer mención a la función de los carismáticos terciarios que estaban conformados por grupos sedentarios de simpatizantes de los carismáticos itinerantes mencionados anteriormente.

Es verdad que sabemos poco acerca de las primeras comunidades de seguidores de Jesús, pero no podemos dudar de la importancia que esas comunidades tenían en cuanto a la asistencia y apoyo material que ofrecían a los carismáticos itinerantes, quienes dependían de una o de varias comunidades locales. En muchos casos los carismáticos itinerantes eran enviados por comunidades locales concretas. Evoquemos el envío de Pablo y Bernabé a su primer viaje de misión (Hch 13,1s), el cual fue entendido como misión encomendada por Dios. En este sentido, los carismáticos itinerantes se hallaban doblemente legitimados: por Dios y por las comunidades que los enviaban.

Estos carismáticos itinerantes eran predicadores que realizaban su actividad para las comunidades locales, por este motivo la tradición sinóptica recoge el mundo de imágenes de la vida cotidiana en el hogar y en la aldea. Evidentemente, lo que ellos predicaban seguía narrándose en las casas y en las aldeas, ya que eran considerados de manera especial como garantes de la palabra de Jesús: “Quien os escucha a vosotros, a mí me escucha” (Lc 10,16).

En cuanto a las pautas de comportamiento es preciso señalar que había un ethos escalonado para los carismáticos itinerantes y para los simpatizantes residentes en poblaciones. El ethos más moderado se halla representado principalmente por las redacciones de los evangelios sinópticos. Ellos refundieron de nuevo las tradiciones de los carismáticos itinerantes radicales y lo hicieron de manera que resultaran útiles también para comunidades locales sedentarias.

Las autoridades de las comunidades locales fueron primeramente carismáticos itinerantes. Los problemas eran resueltos o bien por la comunidad entera o bien por los carismáticos itinerantes que pasaban por allí. Por esta razón encontramos yuxtapuestas palabras que asignan la autoridad de atar y desatar a la comunidad (sedentaria) y a Pedro (un carismático itinerante) (Mt 18,18).

Esta contradicción puede comprenderse fácilmente, ya que cuanto menos institucionalmente estaban reglamentadas las estructuras de la autoridad en las comunidades locales, tanto mayor era el anhelo que debía sentirse de poseer grandes autoridades carismáticas. Sin embargo, cuando las comunidades locales crecieron tuvieron que surgir puestos internos de dirección que entraron en competencia con los predicadores itinerantes. Posiblemente puedan explicarse así las diferencias entre Santiago y Pedro: el carismático itinerante Pedro, no vinculado a ningún lugar, podía arriesgarse más que Santiago, que era portavoz de la comunidad local de Jerusalén.

Por otro lado, la pertenencia y no pertenencia a la comunidad se fue reglamentando en las comunidades locales, al respecto, el bautismo que era un sacramento escatológico que protegía del castigo del juicio futuro y que era un signo de la conversión, se convirtió en el rito decisivo de iniciación (Did 7). En los carismáticos itinerantes, falta el encargo de bautizar debido a que para ellos la vocación al seguimiento hacía que fuera superfluo todo rito de iniciación. Para la expulsión de pecadores del seno de la comunidad local con prontitud se elaboró una reglamentación a la cual hace referencia el pasaje de Mateo 18, 15ss consistente en la amonestación personal, el diálogo en presencia de dos testigos, la expulsión por la asamblea de la comunidad. Para el caso de los carismáticos itinerantes el único referente se encuentra en la didajé 11,11, en la cual se menciona que ellos estaban sometidos únicamente al juicio de Dios y por parte de la comunidad, a perder la base de su sustento material (Luciano, peregr. 16).

Después de este recorrido por las funciones del movimiento de Jesús queda al descubierto que muchos de los enunciados sobre la conducta de los miembros del movimiento muestran un enorme paralelismo con enunciados sobre la comprensión de Jesús como Hijo del hombre. Este paralelismo se subraya en los textos mismos donde se dice: “…y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea siervo de todos” (Mc 10, 44). El modelo del Hijo del hombre fundamenta esta exigencia: “Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10,45). No forzamos la interpretación de los textos cuando situamos la función del Hijo del hombre en estrecha relación con la función de sus adeptos. Lo que la idea del seguimiento enuncia como postulado ético – la correspondencia entre Jesús y sus seguidores – se convierte (dentro de una perspectiva sociológica) en el paralelismo estructural o en el paralelismo sociomítico entre la conducta de los carismáticos itinerantes y de las comunidades locales, por un lado, y la conducta del Hijo del hombre, por otro. Así, la función de marginado, propia del Hijo del hombre, tiene correspondencia – tanto en su faceta positiva como en la negativa – en la función de los cristianos.

La situación vital de muchas palabras del Hijo del hombre es en realidad la confesión de fe en él ante los hombres (Mc 8, 38). El conflicto que aparece en esas palabras entre los hombres y el Hijo del hombre se halla fundado socialmente en el conflicto entre marginados que andaban vagando de un lado para otro y la sociedad “humana”.

Son escasos los paralelos entre la futura gloria del Hijo del hombre y sus seguidores. Pero también aquí encontramos correspondencias: los doce tendrán participación en la futura gloria del Hijo del hombre: “Os aseguro que vosotros, los que me habéis seguido, cuando todo se haga nuevo y el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19,28).

Los carismáticos itinerantes se identificaban a sí mismos con la suerte que corría el Hijo del hombre. Creían que lo que les sucedía a ellos lo experimentaba en el fondo el Hijo del hombre: “Pues si uno se avergüenza de mí y de mi mensaje en medio de esta generación infiel y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria del su Padre con los santos ángeles” (Mc 8, 38).

En este orden de ideas, es posible abrigar la sospecha de que el Hijo del hombre era la figura central de referencia del movimiento de Jesús. La situación de Jesús correspondía a la situación de esa figura: la fe y la praxis constituían allí una unidad indisoluble a la cual tendía la idea del seguimiento. Lo notable es que la independencia frente a él formaba también parte de la expectativa del Hijo del hombre con respecto a sus seguidores. El análisis sociológico, desde luego, no puede responder con ello a la pregunta de quien es el Hijo del hombre. Pero puede hacer ver claramente la gran importancia que la fe en él tenía para la vida social de los grupos del cristianismo primitivo.


EL MOVIMIENTO DE JESÚS COMO MOVIMIENTO MILENARISTA

Análisis de grupos del movimiento de Jesús

Antes de abordar el enunciado que encabeza el presente apartado, es necesario aclarar que un movimiento social puede definirse como un intento colectivo por fomentar un interés común o por asegurar la consecución de una meta común, mediante una acción colectiva al margen de la esfera de las instituciones establecidas; más aún, un movimiento social es el proceso de protesta contra circunstancias sociales existentes, movimiento que es sustentado conscientemente por una agrupación con número creciente de miembros.

De esta aclaración conceptual es evidente que todos los movimientos pretenden cambiar algo, pero la radicalidad de sus pretensiones es diferente: mientras unos quieren un cambio de la sociedad entera, otros tienden a la renovación total, otros se conforman con cambiar algunos aspectos particulares. Según sus pretensiones, se pueden distinguir cuatro tipos de movimientos de renovación

Cambios
Transformación de la sociedad.
Transformación del individuo.
Globales
Movimientos transformativos: quieren modificar toda la sociedad.
Movimientos redentores: quieren renovar al hombre entero.
Particulares
Movimientos reformadores: quieren reformar ámbitos parciales de la sociedad.
Movimientos modificadores: quieren modificar ámbitos parciales del hombre.

La meta del movimiento de Jesús era un cambio transformativo de toda la sociedad, más aún, del mundo entero, un cambio designado visionariamente por medio de la metáfora del reino de Dios, aunque el reino de Dios no debía realizarse por hombres, sino por Dios. El llamamiento a la conversión tenía como finalidad la renovación redentora del hombre, el cual debía cambiar a fondo su conducta. La conversión estaba asociada a la esperanza de la redención. El movimiento de Jesús encontró a sus seguidores principalmente en grupos marginales; por el contrario, las clases altas se mantuvieron alejadas.

Por medio de la comparación intracultural con otros movimientos de renovación judíos y de la comparación intercultural con movimientos milenaristas en otras sociedades, podremos caracterizar sociológicamente el movimiento de Jesús con mayor exactitud.

El movimiento de Jesús forma parte de una cadena de movimientos de renovación que se extiende desde la época de los macabeos (s II a.C.), cuando el judaísmo comenzó a defenderse contra la penetración de la cultura helenística. Junto a la resistencia política de los macabeos se formaron tres grupos de resistencia religiosa: los esenios, los fariseos y los saduceos. En tiempo de Jesús estos tres movimientos se habían convertido en partidos religiosos sólidamente establecidos y los comienzos carismáticos de estos movimientos ya no se recordaban.

Los movimientos suscitados por Juan Bautista y por Jesús sobrepasaron sus primeros comienzos y sobrevivieron a la muerte violenta de sus fundadores. Juan bautista quedó grabado en la memoria de grupos religiosos posteriores y los seguidores de Jesús crearon una literatura que se halla difundida por el mundo entero: los escritos del Nuevo Testamento.

Jesús al llamar a sus discípulos, los hizo partícipes de su propia tarea dando lugar a un imaginario colectivo denominado mesianismo de grupo. Al respecto, la tarea de un líder mesiánico se distribuye entre muchos logrando que perviva la misión del carismático primario en los carismáticos secundarios, a pesar de la muerte violenta del fundador del movimiento. Una razón de que el círculo de discípulos, después de Pascua, pudiera continuar la obra de Jesús, reside indudablemente en que este círculo había participado con anterioridad en la actividad de Jesús. Por esta razón, después de su muerte, podía seguir realizando independiente tal actividad.

Una cuestión importante para la investigación histórica social es la siguiente: ¿por qué sólo el movimiento de Jesús sobrevivió a la ejecución de su dirigente? ¿Hay razones estructurales que lo expliquen, razones que se funden en las relaciones sociales de esos movimientos con el exterior y con el interior? ¿Podemos averiguar, por medio de una comparación, cuál fue la razón para la supervivencia del movimiento de Jesús? Al respecto vale la pena indicar que el hecho que el movimiento de Jesús siguiera existiendo después de la muerte de su fundador fue posible, en todo caso, por las enigmáticas apariciones de Pascua. En ningún otro movimiento oímos hablar de apariciones análogas; son algo propio del movimiento de Jesús.

Ahora bien, es claro que fueron también igualmente importantes los factores sociales estructurales, en el interior del movimiento de Jesús referidos a la ausencia de una actitud nativista, nacionalista (propia de los grupos milenaristas), dado que su visión del reino de Dios comprendía la idea de que los extranjeros afluirían para sentarse a la mesa juntamente con Abraham, Isaac y Jacob (Mt 8,11); y en su relación con la cultura extranjera, en donde es evidente el surgimiento de movimientos motivados por una reacción al choque entre culturas con un nivel de desarrollo muy diferente.

Avanzando un poco más en el segundo apartado de la obra de Theissen conviene identificar la distinción que hace por lo menos de cuatro formas fundamentales de sociedades religiosas. Se trata de tipos ideales, que no aparecen nunca en estado puro en la realidad, pero que, no obstante, son útiles para interpretarla. Las sociedades religiosas no se pueden clasificar ordinariamente de manera clara, sino que en ellas se encuentran presentes cuatro dimensiones: todas ellas poseen, en distinta medida, rasgos eclesiales, sectarios, denominacionales y cúlticos.

Relación tensa con el mundo.
Relación distendida con el mundo.Exclusividad externa
Iglesias
++
Presión de unidad interna.
++Sectas
Denominaciones
Grupos de Cultos
Pluralidad interna.
Tolerancia externa

Los movimientos religiosos tienen una forma distinta que según tiendan a ser una religión dominante, una secta o una denominación o un nuevo culto. Por eso se suscita la pregunta: ¿Qué es lo que pasó con el movimiento de Jesús?, ¿en qué se transformó ese movimiento? El Movimiento de Jesús como movimiento de renovación dentro del Judaísmo no es una secta, se separó de los demás judíos mucho menos que los esenios y los fariseos. Después de pascua el movimiento de Jesús se convirtió, en el ámbito exterior al judaísmo, en un movimiento de culto, una forma de judaísmo, que fuera de su país de origen se difundió mediante una actividad misionera. Con ello enlazamos con la manera tradicional de hablar con que se expresa la ciencia del Nuevo Testamento. Esta caracterizaba anteriormente al cristianismo pospascual como culto de Cristo.

Ahora bien, este culto de Cristo permite reconocer pronto las notas características de una iglesia. En este orden de ideas, la tesis de Theissen afirma que la coexistencia estructural de carismáticos itinerantes y de comunidades locales puede explicar parcialmente esta evolución que va del movimiento de Jesús al culto de Cristo.

En efecto, el movimiento de Jesús, ya en la primera generación, con su transformación en el culto de Cristo, experimentó un cambio asombroso. Comenzó como movimiento de renovación dentro del Judaísmo; pero donde encontró más resonancia fue entre los no judíos. Tenía sus raíces en la zona rural, pero se difundió en las ciudades. Comenzó en un ambiente de gente modesta, pero pronto hubo ricos que formaron parte de él. Originalmente fue un movimiento carismático, pero pronto se institucionalizó. Las condiciones para su origen y para su difusión fueron distintas. Surgió como un movimiento de renovación, pero luego se convirtió en un movimiento de culto en un entorno no judío. Era una variante del judaísmo, que resultaba accesible para no judíos.

Como culto de Cristo, el movimiento de Jesús penetraba en las ciudades del mundo de la cuenca mediterránea. Se redujeron las tensiones con las dos instituciones primarias del mundo antiguo, con el “oikos” y la “polis” (La casa y la ciudad). El ordenamiento del “oikos” se convirtió en el modelo para el ordenamiento de la comunidad; la tensión con la “polis” se vio minimizada por las exhortaciones a ser fieles al estado 8Rom 13, 1-8; 1Pe 2, 13-17; 1 Tim 2, 1s). Como ideal se consideraba una vida tranquila y sosegada (1 Tim 2, 2).

Después del año 70 d.C, el judeocristianismo experimentó un asombroso renacimiento. Lo atestiguan el Evangelio de Mateo, la Carta de Santiago y la Didajé. Este judeocristianismo renovado aceptaba la misión entre los gentiles, sin imposiciones rituales. Si antes del año 70 d.C. quiso vincular con el judaísmo, mediante esas normas rituales, a las comunidades cristianas gentílicas, la pérdida del templo había relativizado tales normas. Dios mismo había dicho que quiere misericordia, no sacrificios (Os 6,6). El quiere una conducta ética, no una conducta ritual.

Por esta razón, el Evangelio de Mateo, en un nuevo intento quería ganar al cristianismo gentilicio para un ethos judío: todas las naciones deben observar lo que Jesús enseñó en calidad de verdadero intérprete de la torá (Mt 28, 20). Este intento tuvo mucho éxito y el Evangelio de Mateo se convirtió pronto en el Evangelio preferido. Sostenía una ética universalista. Predicaba una superación del consenso ético, es decir, la exigencia de cumplir las normas compartidas con el mundo circundante y de superar en su cumplimiento al mundo circundante: los cristianos deben sobrepujar a los judíos y a los gentiles por medio de una “justicia” que sea todavía “mejor”. Esta justicia mejor quedó sintetizada en dos exigencias: en el doble mandamiento del amor (Mt 22, 34-40), que corresponde al antiguo canon de las dos virtudes, y en la regla de oro (Mt 7, 12), que era una máxima universalmente difundida.

Por tanto, al universalismo soteriológico de Pablo le siguió, durante una generación más tarde, el universalismo ético del Evangelio de Mateo. Si uno quería distinguirse del mundo circundante, tenía que formular las normas propias de manera más rigurosa que en el entorno. Por esta razón durante el siglo II, una nueva oleada de rigorismo inundó el cristianismo, entre otras razones, por reacción a las amplias tendencias de apertura que se hallaban en Pablo y en Mateo.

La ascética y el martirio se convirtieron en notas características de la identidad cristiana. Claro que sólo algunos cristianos practicaban una ascética consecuente y sólo unos pocos sufrieron el martirio antes de las persecuciones del siglo III contra los cristianos. Pero los ascetas y los mártires tenían una gran importancia para la autocomprensión de todos los cristianos. Ellos poseían autoridad carismática en oposición a la autoridad de los obispos y presbíteros. Eran signos de un permanente estado de alejamiento del mundo: con ellos quedaba consolidada la tensión con el “oikos” y con la “polis”. Los cristianos normales no se sustraían a las exigencias de la “casa” y del “estado”, pero, por la admiración que sentían hacia la ascética y el martirio, hacían resaltar que ellos estaban obligados a vivir una forma superior de vida, que no podía dejar sin vigor los vínculos familiares y los lazos de lealtad al estado.

Por consiguiente, el martirio y la ascética encarnaban el “inadaptado” ethos de los primeros cristianos. Son una herencia de los carismáticos itinerantes, pero, además de esta forma de vida, adquieren una nueva significación. No dan testimonio ya de la redención, sino que son, ellos mismos, redención que libera de este mundo. Correspondían así a un ideal muy difundido en la antigüedad: a un ideal de autodominio y de superación del miedo a la muerte y de las concupiscencias.

Debido a las permanentes tensiones con respecto al mundo, el cristianismo siguió siendo un movimiento. Sus ascetas y mártires seguían siendo, igual que antes, carismáticos de la protesta contra este mundo, una fuente de inquietud, pero también de atracción hacia el cristianismo. Las primeras formas de ascética y de martirio habían surgido como respuesta a una crisis social, política y religiosa en Palestina. Pero sus ulteriores evoluciones provocaron una crisis crónica en la relación de los cristianos con su mundo circundante. En virtud de esta crisis crónica surgieron constantemente movimientos de renovación y de oposición dentro del cristianismo (durante los siglos I y II dichos movimientos corresponden al Apocalipsis de Juan, el montanismo en Asia Menor, el profeta Eljasai en el judeo cristianismo y el Pastor de Hermas en Roma). Por ellos el cristianismo primitivo siguió siendo un movimiento y se preocupó de que, después de él, hubiera constantes movimientos de renovación.


LA CRISIS DE LA SOCIEDAD JUDÍA COMO TERRENO FÉRTIL PARA EL MOVIMIENTO DE JESÚS

Análisis sociológico del movimiento de Jesús

En tiempo de Jesús había en Palestina muchas personas desarraigadas. Gran cantidad de ellas vivían en una latente disposición para abandonar su lugar de origen, por ejemplo, los discípulos de Jesús. Pero ésta era una posibilidad entre otras: aquel que estaba descontento con las circunstancias, podía llegar a ser un delincuente o un santo, un mendigo o un profeta, un endemoniado o un exorcista. Podía comprometerse en favor de una nueva identidad del judaísmo, o podía perder por completo su propia identidad y convertirse en la desvalida víctima de “demonios”.

Una explicación sociológica no puede exponer la razón de por qué unos escogían una forma de vida de desarraigo social, y otros otra forma distinta, pero puede hacer comprensible el remolino que arrastraba hacia el desarraigo social, haciendo referencia a la crisis de la sociedad judeo – palestinense. Por otra parte, hay que tener en cuenta que desarraigo social hay en todas partes, tan sólo una coacción absoluta podría impedirlo, sin embargo, su incremento en la Palestina de aquel tiempo difícilmente podrá considerarse como casual, puesto que ese desarraigo se difundió en el conjunto de la sociedad.

A continuación haremos referencia a cuatro factores sociales para identificar su contribución al origen del movimiento de Jesús: el poder político y el económico, las condiciones culturales y las ecológicas.

1. La organización del trabajo y la distribución de sus productos entre las clases sociales productoras y las que se benefician de tales productos conduce a una diferenciación socioeconómica, a una diferenciación entre pobres y ricos.
2. Los resultados de la confrontación del hombre con la naturaleza son factores socioecológicos. Se muestran en la estructura de las relaciones de un país, en los deslindes y conflictos territoriales, en las tensiones entre la ciudad y el campo.
3. Los factores sociopolíticos abarcan todas las estructuras de dominio en Palestina, es decir, las oportunidades de diversos grupos para imponer su respectiva voluntad, para reclamar legitimidad y para romper con violencia las resistencias. Aquí se trata del conflicto entre los dominadores y los dominados.
4. Los factores socioculturales abarcan todos los valores, normas y tradiciones que confieren a un grupo estimación propia e identidad, mediante la continuidad histórica y la diferencia con respecto a otros grupos. Forma parte de la identidad el que la imagen positiva que el grupo tiene de sí mismo, esté sustentada por un consenso, y el que la relación de esa imagen esté compensada con la imagen propia y la imagen ajena que poseen otros grupos. Aquí ocupa un lugar central el conflicto entre el helenismo y el judaísmo.

Después de esta breve caracterización conviene ahora identificar tres respuestas diferentes al problema de las necesidades materiales de la existencia presente en los movimientos de renovación religiosa: una muy disciplinada comunidad de producción, un programa de cambios radicales en forma de revolución social, un movimiento carismático itinerante que vive de limosnas.

La disciplina en el trabajo, el robo y la mendicidad se elevaron en cada caso a un plano superior y se impregnaron de motivos religiosos. La crítica contra la riqueza, que se formula en los tres movimientos, hace referencia a que la riqueza se origina, entre otras cosas, en tensiones socioeconómicas[2]. Si en los tres movimientos con personas desarraigadas se hace una crítica consciente contra las circunstancias de la posesión de bienes, entonces podremos suponer que el cambio socioeconómico contribuyó al origen de esos movimientos, ya que la presión económica despertaba en unos el temor a un descenso social y, en otros, el ascenso desvanecía los valores tradicionales.

Los diversos patrones de conducta de personas socialmente desarraigadas estaban condicionados indudablemente por razones económicas en los movimientos de renovación dentro del judaísmo. Pero una vez que se habían establecido tales movimientos, estos podían verse asociados con nuevos motivos e interpretaciones de su sentido. Había personas que podían elegir voluntariamente formas de desarraigo social, mientras otras se veían forzadas a ellas, y así, el seguimiento de Jesús no sólo era expresión de una penuria económica desesperada. Había personas que seguían a Jesús movidos por una inquietud interna, en virtud de su propia decisión. Es posible que algunos discípulos siguieran a Jesús porque su propia situación económica se había hecho sombría.

El movimiento de Jesús nadaba contra corriente en medio de todas esas luchas por la distribución, no sólo admitía en su propio movimiento a los discutidos recaudadores de impuestos y no sólo hablaba de amor a los enemigos y de la reconciliación, sino que, en la controversia sobre los impuestos, formulaba un programa irenista: “¡Dad al emperador lo que es del emperador, y a Dios lo que es de Dios!” (Mc 12,17). Esto se relaciona casi siempre con los tributos materiales que había que pagar al Estado y con las obligaciones religiosas inmateriales, pero podría significar también que había que pagar al emperador los impuestos, y a Dios el diezmo (y otros tributos). Raras veces se ve con claridad que el principio formulado por Jesús: “Dad al emperador lo que es del emperador”, era un alegato a favor de la paz.

El movimiento de Jesús era un movimiento de teocracia radical, que al igual que otros movimientos de renovación del judaísmo, tenía sus raíces en el interior del país, con un claro distanciamiento con respecto a las nuevas pequeñas capitales y centros de mercado que habían surgido recientemente: Séforis y Tiberíades. Pero muy pronto fueron las ciudades los centros del nuevo movimiento, particularmente en Jerusalén surgió una importante comunidad local, luego surgieron también Damasco, Cesarea, Antioquia, Tiro, Sidón y Tolemaida (Hch 9,10ss; 10,1ss; 21,3ss; 27,3ss). En las ciudades helenísticas el movimiento de Jesús encontró las puertas abiertas, porque ofrecía en perspectiva una solución para las tensiones entre judíos y gentiles: un judaísmo universalista que estuviera abierto hacia el exterior, pero en el centro de ese judaísmo tenía que hallarse Jerusalén.

La crisis de la teocracia fue el terreno propicio para los movimientos de teocracia radical. Las tensiones entre las estructuras de la soberanía terrenal fomentaron el anhelo del Reino de Dios. La tradición sinóptica refleja semejantes conexiones al hablar del reino dividido contra sí mismo, que no puede subsistir (Mc 3,24s). El final del reinado de Satanás señala en esa tradición el comienzo del Reino de Dios. La esperanza en el Hijo del hombre se intensifica mediante la opresión política.

Vale reseñar a esta altura de la reflexión, que el movimiento de Jesús resalta por ser un ethos pacífico entre todos los movimientos comparables de teocracia radical. Los luchadores de la resistencia y los esenios exigían el odio hacia los extranjeros. En el movimiento de Jesús falta este rasgo agresivo. Mientras que otros movimientos proféticos recurrían al éxodo como modelo de una liberación del dominio extranjero, Jesús tomaba del ámbito judío interno su visión de futuro: la edificación del templo se convirtió en el tipo de lo nuevo. Esto hace referencia a una renovación interior.

A la vista de una matanza de peregrinos galileos ordenada por Pilato, Jesús suaviza la irritación por la opresión que se sufría bajo los romanos y la convierte en una exhortación a la propia conversión (Lc 13,1ss). Los discutidos pagos de impuestos a los romanos fueron legitimados (Mc 12,13ss); los recaudadores de impuestos y los funcionarios de los tributos fueron aceptados (Mc 2,15ss). Al círculo más íntimo de los discípulos pertenecía no sólo un recaudador de impuestos sino un zelota, posiblemente también un luchador de a resistencia (Mt 10,3; Lc 6,15). En fin, el movimiento de Jesús pertenecía a los partidos que querían la paz y como movimiento tuvo su origen en una fase de relativa estabilidad entre dos épocas de crisis: entre la guerra de los bandoleros y de Judas Galileo, por otro lado (año 6 d.C), y la crisis de Calígula (39-40 d.C), por el otro. Sin embargo, la relativa estabilidad de esa época explica por qué la superación de la crisis no se produjo entonces en formas violentas.

Los pueblos y las culturas poseen identidad sociocultural, cuando se aceptan a sí mismos en sus diversas funciones y cuando son aceptados por otros. Ahora bien, el helenismo y el judaísmo sólo podían se aceptados con dificultad: sus pretensiones universalistas se hallaban entonces en competencia mutua; en ellas pervivían etnocentrismos tradicionales a los que, en caso de conflicto, ambas partes recurrían. Los romanos, a quienes podemos incluir dentro de la cultura helenística, no podían aceptar que un pequeño pueblo se opusiera por principio a la misión que pretendían tener en el mundo. Tácito habla del “enojo de que únicamente los judíos no se hayan sometido a ella” (Hist. 5, 10). Los judíos, por su parte, se mantenían aferrados a su pretensión de poder escatológico y esperaban hacerse en el futuro con el dominio del mundo.

En efecto, cuando un pueblo se atribuye a sí mismo una función privilegiada entre todos los pueblos, pero corre el peligro de sucumbir ante otra potencia política y cultural, entonces se verá metido necesariamente en una grave crisis de identidad. La imagen que tiene de sí mismo se halla amenazada, su equilibrio interno está perturbado. Por semejante crisis de identidad pasó Israel durante el siglo I d.C. Resultada difícil integrar en la propia imagen experiencias históricas adversas, depender de extranjeros podía interpretarse como castigo por delitos cometidos por el pueblo; la sensibilidad ética más profunda, determinada por esta dependencia, podía a su vez intensificar la autoconciencia frente a otros pueblos.

Cuanto más problemática se hacía la identidad sociocultural en el presente, tanto más intensamente se esperaba en el futuro la realización de una identidad lograda. El incremento del rigor de las normas y la intensificación de las esperanzas escatológicas se sugerían como una manera de escapar de la crisis de identidad; pero, en el fondo, la crisis se acentuaba porque el rigorismo conducía necesariamente a la creación de cismas en el judaísmo, cuando varios movimientos de renovación se hacían la competencia unos a otros. En esos casos un consenso sobre el “verdadero Israel” era posible únicamente dentro de un grupo particular. Los demás grupos dejaban de ser considerados como verdaderos judíos, pero una vez que se había llegado a no aceptar ya el nacimiento y el linaje como criterios para determinar la pertenencia al verdadero judaísmo, entonces el paso siguiente no estaba ya lejano: ¿por qué no podía participar cualquier persona de la función privilegiada del verdadero Israel?

En este orden de ideas, así como la escisión intercultural condujo, por necesidad interna a la formación de cismas intraculturales, así también la formación de cismas preparaba para la universalización del judaísmo. Esta universalización tenía que llegar necesariamente, cuando la radicalización de las normas se convirtió en lo inverso, en relajación: se impuso la convicción de que ni siquiera un resto elegido en Israel podía cumplir las normas, de que todos dependían de la gracia: tanto los judíos como los gentiles. La eclosión de esta idea se produjo en el movimiento de Jesús, aunque fue Pablo el primero en sacar todas las consecuencias.

Hasta este momento se ha venido realizando un análisis de la sociedad y la búsqueda de factores que expliquen el origen del movimiento de Jesús. Si distinguimos entre teorías de la integración y teorías de los conflictos en materia de sociología religiosa, habrá que constatar que, para un análisis del movimiento de Jesús, es más apropiada la teoría de los conflictos: por doquier encontramos tensiones profundas entre las capas sociales que se beneficiaban de los rendimientos y las capas sociales productoras, entre la ciudad y el campo , entre las estructuras de poder extranjeras y las autóctonas, entre la cultura helenística y la judía. De ellas brotó el movimiento de Jesús, condicionado en parte por esas tensiones, e influyendo en parte en ellas.

La crisis de la sociedad judeo palestinense condujo a la búsqueda de nuevos caminos de la vida religiosa y social, había cuestionado valores y modelos de conducta tradicionales; la vida social estaba amenazada por la anomía. Esta última existe cuando numerosos miembros de una sociedad no pueden ya regir su vida por las normas de su mundo circundante original, porque los grupos afectados experimentan cambios en su condición social que conducen a una profunda perturbación de sus normas y valores tradicionales. La anomía no está vinculada a determinadas capas sociales, pero según van creciendo las tensiones sociales, la anomía va abarcando todas las capas sociales, independientemente de que se trate de las capas altas o bajas, de las que se hallan ascenso o en descenso. Al respecto lo único que se puede decir es que los grupos marginales son probablemente más sensibles a las situaciones anómicas, en ellos surge con frecuencia un anhelo de renovación social y religiosa.


LA VISIÓN SOCIAL DEL MOVIMIENTO DE JESÚS

Análisis de las ideas

Del recorrido hecho hasta este momento es evidente que el movimiento de Jesús tuvo su origen en una crisis que había engendrado una situación revolucionaria en la sociedad judeo palestinense. Como respuesta frente a dicha situación revolucionaria, el movimiento de Jesús reaccionó, pero no lo hizo con una revolución de poder sino con una revolución de valores, es decir, con un cambio de los valores y las actitudes. En efecto, contrapuso su visión del reino de Dios a las circunstancias existentes; y sus propias estrategias, libres de violencia, a la lucha por el poder.

Ahora bien, si este movimiento fuera sólo un reflejo de las circunstancias sociales, habría bastado con la exposición de las condiciones sociales que motivaron su surgimiento. Estaría de más un análisis por separado de los valores y de las ideas de este movimiento, semejante análisis se hace necesario únicamente cuando se está convencido de que el movimiento de Jesús no brotó tan sólo de una crisis social, sino que formuló una respuesta a esa crisis: una respuesta que no podía deducirse de la crisis misma.

A la vista de las crisis, cada sociedad experimenta poniendo en práctica diversos intentos de solución y, con frecuencia, son los grupos de marginados quienes llevan a cabo los experimentos. En dichos intentos, se eligen una serie de elementos que se modificaron o se desarrollan, sin embargo, otros muchos quedan sin utilizar. La vida social hace experimentos mucho más allá de sus necesidades. Los movimientos de renovación que surgieron en la sociedad judeo palestinense pusieron a prueba, de distinta manera, caminos para la preservación de la identidad judía y para la superación de las tensiones, pero de pocos han quedado vestigios, entre ellos se cuenta el movimiento de Jesús, éste movimiento experimentó con una visión de amor y reconciliación.

Ahora bien, ¿hasta qué punto esta visión fue una revolución de valores? De entrada conviene señalar que las revoluciones son transformaciones en la lucha por la distribución y la legitimación, en las cuales se modifica la estructura de la distribución, sin que se observen las reglas del juego sociales y culturales de la lucha por la distribución.

Las revoluciones de los valores se efectúan dentro de la lucha por la distribución, en esta última se distribuye de manera nueva el dominio y la posesión de bienes, en aquella otra, se hace lo mismo con valores inmateriales. Por consiguiente, una revolución de los valores es una modificación de los valores por medio de la cual son aceptados valores de grupos privilegiados por parte de aquellos que hasta entonces habían quedado excluidos de ellos. Las revoluciones de valores preceden a las revoluciones por el poder: cuando un sistema es barrido por una revolución, en la mayoría de los casos ha perdido ya antes su legitimación.

En cuanto a la estrategia del movimiento de Jesús, su revolución de valores fue carismática, el carisma no era sólo un poder de reconocimiento, sino también un poder de imposición, que podía surtir sus efectos sin coacción. El movimiento de Jesús poseía una visión dinámica: aguardaba la transformación del mundo por medio del reino de Dios, y exigía el cambio del hombre por medio de la conversión. Proyectaba la visión de una vida digna de ser vivida por medio de su metáfora central del reino de Dios, y desarrollaba para su realización estrategias de un cambio pacífico.

Las imágenes acerca del reino de Dios constituyen un espacio imaginativo, en el cual las representaciones de poder y los valores familiares se hallan mezclados, en ellas Dios llega al poder como Padre. Se explicitan aquí los sueños de las personas sencillas. Ahora bien, la predicación del reino de Dios no pone entre paréntesis los valores de la clase alta, antes al contrario, aborda los temas de la distribución del poder, del prestigio, de los bienes y de la educación. La tradición acerca de Jesús contiene multitud de exhortaciones sobre la manera de relacionarse con esas realidades: crítica a los poderosos, a los ricos y a los doctores de la ley y, al mismo tiempo, alienta a la gente modesta a aceptar las actitudes de la clase alta en la manera de relacionarse con el poder, con los bienes y con la educación. Propugna una transferencia de los valores de la clase alta hacia abajo.

Se exige a la gente modesta, en relación con los bienes, una libertad y una actitud soberana como las que encontramos en las clases altas: generosidad al dar, magnanimidad al perdonar deudas, libertad de preocupaciones, al mismo tiempo, se critica duramente a los ricos, para quienes hay pocos consuelos en el Nuevo Testamento porque difícilmente tendrán una oportunidad al fin de los tiempos; tan sólo así podremos entender aquella sentencia: “Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios” (Mc 10,25).

Mientras que Jesús, para las relaciones con bienes como el poder, la riqueza y las posesiones, predicaba la aceptación de actitudes aristocráticas, propugnaba para el trato con las personas dos valores enraizados en el pueblo sencillo: el amor al prójimo y la humildad. El movimiento de Jesús sostenía estos valores procedentes de la ética de proximidad de las personas modestas, pero lo hacía aunándolos con una nueva autoconciencia aristocrática. Estos dos valores fundamentales fueron desarrollados a partir del judaísmo y fueron transferidos por medio del cristianismo primitivo, al mundo no judío.

El movimiento de Jesús, con su proclamación del reino de Dios, mantenía un monoteísmo radical de violencia, pero en él se hallaban igualmente activados mecanismos que reducen la violencia: el amor a los enemigos y la reconciliación. Según el Evangelio de Juan, el mandamiento del amor recíproco es un “mandamiento nuevo” en medio del “odio del mundo” (Jn 13,33ss; 15,18ss). Esto se extendió como si el cristianismo hubiera sido el primero en traer el amor a un mundo sin amor. El amor al prójimo significaba relaciones con el vecino más próximo, era expresión de una ética de vecindad, propia del pueblo, no un ideal de clase alta. Este amor al prójimo que era un valor central para poder sobrevivir, Jesús lo situó en pie de igualdad junto al amor a Dios, y lo radicalizó de tres maneras: como amor al enemigo (Mt 5,43-48), como amor a los extranjeros (Lc 10, 30-37), y como amor a los pecadores (Lc 7,36-50; 7,34).

En efecto, si el amor al prójimo significa el amor al vecino considerado como un igual, entonces ese amor ha de superar diferencias en cuanto a la condición social. Por esta razón, la humildad, la aceptación voluntaria de una posición de servicio, forma parte del amor al prójimo. El paso decisivo a la humildad como virtud social se produjo en pequeñas comunidades, en ellas el individuo no tenía nada que perder, si relativizaba su propia condición social y su propio rango y se subordinaba. Por consiguiente, la conducta comunitaria de los discípulos debe convertirse en una contestación al ejercicio de la soberanía política, entre los discípulos debe tener autoridad únicamente el que esté dispuesto a ser servidor y el esclavo de todos. La humildad no es aquí una virtud de las personas de baja condición, sino la imitatio del Soberano del mundo, que renuncia voluntariamente a su condición social.

En esta misma línea, la “regla de oro”: “¡Todo lo que queráis que los demás os hagan a vosotros, hacédselo también a ellos!” (Mt 7, 12 / Lc 6:31), forma parte de la ética humana fundamental, convierte en norma universal la anticipada reciprocidad de la conducta humana, pero hace que esa norma dependa del juicio sobre el propio interés individual: cada uno ha de obrar de la manera en que quiere que los demás obren con él, o de la manera en que él enjuicia las acciones de otros.

Formulada en sentido positivo, la “regla de oro” se refiere a un circulo reducido y exige una iniciativa referida a relaciones sociales especiales entre las cuales cabe mencionar, a los padres, a los hijos, al ethos familiar; formulada en sentido negativo se refiere a un círculo más amplio y requiere una omisión que está referida a las demás relaciones sociales. Ahora bien, todos los testimonios de la formulación positiva tienen que ver con el ethos relativo a la soberanía, a la familia y a la amistad, en general, debe redundar en beneficio de las personas a quienes se desea de manera especial cosas buenas. La formulación en sentido negativo tiene una dimensión más universal, por esta razón, no es indiferente que en la tradición acerca de Jesús, la regla aparezca en forma positiva. En esta tradición, una máxima destinada a personas poderosas, se convirtió en un precepto dirigido a todos, a la gente modesta se le exige un ethos propio de soberanos; además, una máxima que habla del comportamiento hacia amigos y allegados, se convirtió en la norma de conducta hacia todos.

El antiguo ethos para soberanos se asocia en la regla de oro con el ethos judío relativo al prójimo. Al respecto, cuando se trata de bienes como el poder, la riqueza y la sabiduría, el acontecimiento dominante es la transferencia descendente desde las clases altas; pero cuando se trata del comportamiento con personas en el amor al prójimo y en la renuncia a la propia condición social, entonces lo que llama la atención es la revalorización de la conducta de los niveles inferiores de la población.

Avanzando un poco más en el itinerario que busca señalar la visión social del movimiento de Jesús, Theissen formula dos interrogantes: ¿Cómo trata el movimiento de Jesús de incentivar sin estimular la agresión? Y ¿Cómo procesa las agresiones que se desarrollan inevitablemente en situaciones de crisis?

Para valorar como una revolución de valores las estrategias para reducir la violencia que aparecen en los textos, debemos recordar el carácter carismático de dichas estrategias. El carisma en las sociedades tradicionales es una fuerza revolucionaria que tiene recursos que no son los de la violencia, pero que no está per se libre de ella. Los carismáticos pueden motivar para el empleo de la violencia, pero pueden actuar también libres de violencia.

El movimiento de Jesús renunció a coaccionar a la sociedad para transformarla: el reino de Dios llegará “por sí mismo”, igual que la semilla fructifica por sí misma (Mc 4,26-29), pero sin excluir la actividad humana, al respecto, “la simiente y el labrador cooperan”. O Dios confía al hombre su simiente, de tal manera que esta produzca espontáneamente su fruto, o bien el hombre siembra y Dios se cuida del crecimiento espontáneo. En ambos casos el grano de semilla crece, sin llamar la atención, hasta producir la cosecha de cereales; de igual modo, sin violencia y por sí mismo llegará el reino de Dios. En efecto, la parábola habla de una llegada del reino de Dios sin violencia, “como por sí mismo”, pero no invita a la pasividad humana.

La pregunta que no se deja esperar es: ¿Qué es lo que puede hacer el hombre?, puede convertirse y debe probar su conversión por medio de actos. Más allá de tal conversión, encontramos en la tradición acerca de Jesús dos formas de acción sin agresividad: las acciones milagrosas (curar enfermos, resucitar muertos, limpiar leprosos, expulsar demonios) y las acciones simbólicas (el bautismo, la purificación del templo, la discusión sobre el tributo, quebrantamiento del sábado, el nombramiento de los doce).

Muchas tradiciones del movimiento de Jesús pueden interpretarse como contribución al procesamiento de la agresión y a la superación de la misma. Al respecto vale la pena señalar cinco formas de procesar la agresión:

Es compensada por impulsos contrarios. En este caso e movimiento de Jesús opuso a la agresión un mandamiento claro: “Habéis oído que se dijo a nuestros antepasados: No matarás y el que mate será llevado a juicio. Pero yo os digo que todo el que se encolerice con su hermano será llevado a juicio” (Mt 5,21). El amor a los enemigos, irracional si se mira desde categorías cotidianas, delata la fuerza de las pulsiones agresivas que hay que dominar.
Es desplazada hacia otros objetos. Como sustitutos del compañero social humano aparecen especialmente figuras sobrenaturales (Dios, el Hijo del hombre, los demonios). Éstos asumen activa o pasivamente la agresión y descargan así la tensión existente en las relaciones humanas.


Agresión propia actuada
Agresión ajena padecida
Sustitución del sujeto: delegación en un sujeto sustitutivo.
El Hijo del hombre como ejecutor del propio juicio de condenación sobre otros
Dios como Todopoderoso y Señor sobre el agresor.
Sustitución del objeto: desplazamiento sobre un sustitutivo.
Agresión contra demonios como agresión desviada contra los romanos.
El Hijo del hombre como verdadero destinatario de la agresión sufrida.

Es dirigida hacia el interior y adquiere un sentido más profundo. En el movimiento de Jesús consiste en dirigirla contra el agresor, dándole un sentido inverso: haciendo de ella no un acto agresivo, sino un reproche moral y un llamamiento implícito a la renuncia a la agresión. En la medida en que se trata de superar una agresión propia, lo que se produce es una interiorización de la agresión. Esto es lo que ocurre en el llamamiento a la penitencia y en los imperativos que requieren el cumplimiento de normas. Un ejemplo de ello lo tenemos en Lc 13, 1ss. Pilato había ordenado dar muerte a peregrinos galileos, la indignación es grande, pero Jesús dice a este propósito: “¿Creéis que esos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Os digo que no; más aún, si no os convertís, ¡también vosotros pereceréis del mismo modo!”. La indignación y la rebeldía contra los romanos se orienta aquí en otro sentido: no se trata de hablar de la culpa de los romanos, sino de la culpa propia.
Es soportada ostensiblemente como agresión padecida. Por medio de la interiorización, la agresividad hacia el exterior se convierte en sentimiento de culpabilidad. No obstante, es un proceso distinto a aquél en que la agresión externa se dirige conscientemente hacia sí mismo y, por medio de una clara autoconciencia de inocencia y superioridad, la agresión queda cuestionada. Como reacción a la agresión ajena ya no sirve lo que se lee en el Antiguo Testamento: “Ojo por ojo, diente por diente”, sino un nuevo mandato: “no hagáis frente al que os hace mal, al contrario, a quien te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra” (Mt 5,39). El objetivo de esta demostrativa renuncia a la resistencia es lograr que nuestro prójimo agresivo llegue a reflexionar. Se trata de una estrategia de consciente estigmatización de sí mismo.
Es representada en símbolos cristológicos. La simbolización significa no sólo la representación de procesos psicodinámicos que transcurren independientemente de los símbolos. Con frecuencia se buscaban chivos expiatorios y grupos enemigos en la sociedad y fuera de ella a fin de proporcionar una válvula de escape a las tensiones acumuladas. El movimiento de Jesús acogía en su comunidad a los tradicionales chivos expiatorios: a los extranjeros, a los recaudadores de impuestos, a los pecadores, apelando así a otro “chivo expiatorio”, que sobrepasaba en cuanto a poder absorbente de la agresión a todos los demás : se convirtió al Crucificado en el chivo expiatorio. Así, al menos, se interpretó ya desde muy pronto la muerte de Jesús (Mc 10,45; 14,24; 1Cor 15,3).
La agresividad transferida al chivo expiatorio tiene un doble origen: Jesús asume las agresiones del grupo, sus transgresiones de la norma, pero asume también la agresividad de la norma, la maldición de la ley, como dice Pablo (Gal 3,13). Otro detalle significativo radica en que normalmente el chivo expiatorio es enviado al desierto, para que se lleve consigo todas las tensiones de la comunidad (Lv 16,10). Ahora bien, el movimiento de Jesús se sigue identificando con su chivo expiatorio, pero le atribuye el poder de triunfar sobre la muerte expiatoria haciendo de él el soberano Señor, el centro de la comunidad.

De todo lo anterior es posible concluir que un pequeño grupo de marginados, en una sociedad que había quedado desquiciada y que sufría bajo multitud de tensiones, de presión y agresión, propuso una visión del amor y de la reconciliación, a fin de renovar a la sociedad desde dentro. No se trataba de personas carentes de agresividad, que hubieran permanecido inmunes, al margen de las tensiones de su tiempo. Es más, algunos detalles indican lo contrario, mucha agresividad podía traducirse en lucha contra la riqueza y las posesiones, contra los fariseos y los sacerdotes, contra el templo y los tabúes, y podía situarse de esta manera al servicio de la nueva visión. Gran parte de la agresión fue desviada, desplazada, proyectada, transformada y simbolizada.

Tan sólo este procesamiento de la agresión creó espacio para la nueva visión de amor y reconciliación, en cuyo centro se hallaba el mandamiento nuevo del amor a los enemigos. El surgimiento de de la “visión” misma sigue siendo un enigma, porque es válida también la conclusión inversa: el fundamento y origen de las diversas formas de procesamiento de la agresión fue un estado de ánimo exento de angustia, una renovada y radical confianza en la realidad, que irradiaba desde la figura de Jesús… hasta nuestros días.

El movimiento de Jesús fracasó como movimiento de renovación dentro del judaísmo. Halló tan poca resonancia, que el historiador judío Josefo apenas le prestó atención haciendo una breve alusión a Santiago, el hermano del Señor, y a otros cristianos anónimos que fueron ejecutados con él en el año 62 d.C., además, es muy probable que su obra contuviera también un breve pasaje sobre Jesús, pero fue refundido con algunos cristianos (Antiquitates 20).

El fracaso en Palestina podría estar relacionado ante todo con las crecientes tensiones que existían en el seno de la sociedad judeo – palestinense. Por otro lado, con la transición del dominio directo de los romanos, surgió una serie de profetas de signos que anhelaban vivamente un profundo cambio. El hambre en tiempo de Claudio (hacia los años 46-48 d.C.) agudizó probablemente las tensiones.

Durante este tiempo tuvo lugar el denominado “concilio apostólico”. En él los representantes de la comunidad de Jerusalén y los de la comunidad de Antioquia acordaron renunciar a la circuncisión para admitir a gentiles en la comunidad cristiana. Esto imprimió un poderoso impulso a la misión entre los gentiles. Poco después se llegó en Asia Menos y en Grecia a la fundación de nuevas comunidades por obra de Pablo. Con esto llegamos a una segunda razón del fracaso del movimiento de Jesús en Palestina: precisamente, su éxito fuera de ella.

Este éxito tuvo que tener repercusiones negativas sobre la situación de los cristianos en el país en que se había originado el movimiento, cuanto más claramente se veía que el cristianismo sobrepasaba las fronteras del judaísmo y aceptaba a los gentiles incircuncisos, tanto menores eran las oportunidades que tenía el movimiento de renovación del judaísmo.

A su modo, el evangelista Lucas expresa esta idea de la visión retrospectiva que hace de la guerra de los judíos y de la destrucción de Jerusalén: “cuando Jesús entró en Jerusalén, al ver la ciudad, lloró por ella, y dijo: ¡Si en este día comprendieras tú también los caminos de la paz! Pero tus ojos siguen cerrados” (Lc 19,41).

Comentarios

A título personal, considero que el trabajo realizado por Gerd Theissen se constituye en un subsidio de primera mano para abordar el tema de los orígenes del cristianismo, por el rigor, el carácter metódico y científico con el cual se realiza el estudio.

Dicha obra no tiene carácter concluyente, pero dentro de un ambiente interdisciplinario que busque abordar con sensatez el tema del origen del cristianismo, se hace necesario su aporte.

Dado que es una obra de orientación sociológica que trabaja con base a fenómenos, lo obvio es que haya momentos en los cuales se quede corta para explicar realidades que trascienden lo fenoménico, verbi gracia, lo referente al tema del Reino de Dios, que es fundamental para entender el comportamiento de Jesús y, las apariciones de pascua (experiencia pascual), que permite entender el comportamiento de sus seguidores.

En la última parte de la obra, cuando habla del fracaso del movimiento de Jesús en Palestina, sólo hace alusión al Evangelio de Lucas, pero no tiene en cuenta la perícopa del libro de los Hechos de los apóstoles 5,34ss, en la cual queda manifiesto el origen divino del movimiento de Jesús: “Entonces un fariseo llamado Gamaliel, doctor de la ley, con prestigio ante todo el pueblo, se levantó en el Sanedrín. Mandó que se hiciera salir un momento a aquellos hombres (apóstoles / carismáticos itinerantes), y les dijo:”Israelitas, mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres. Porque hace algún tiempo se levantó Teudas, que pretendía se alguien que reunió a su alrededor unos cuatrocientos hombres; fue muerto y todos los que le seguían se disgregaron y quedaron en nada. Después de éste, en los días del empadronamiento, se levantó Judas el Galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; también éste pereció y todos los que le habían seguido se dispersaron. Os digo, pues, ahora: desentendeos de estos hombres y dejadlos. Porque si esta idea o esta obra es de los hombres, se destruirá; pero si es de Dios, no conseguiréis destruirles”. Y aceptaron su parecer”.

Obviamente con esta perícopa no quiero desconocer la importancia de las tensiones y / o conflictos sociales que, de suyo, influyeron, tanto para el surgimiento del movimiento de Jesús como movimiento de renovación; como para su decadencia en Palestina por su apertura a los gentiles. Pero no considero que el término apropiado sea “fracaso”, pues, de suyo, el movimiento continuó en pequeñas comunidades judeo palestinences y logró consolidarse con mayor fuerza entre los pueblos catalogados de gentiles. Además, pervive hoy, bajo otras condiciones y características propias de la cultura, actualizando el proyecto de vida paradigmático de Jesús, por fuerza del Espíritu de Dios.




[1] El movimiento de Jesús es un movimiento en sentido sociológico, esto es, un intento colectivo por promover un interés común o por asegurar una meta común, mediante una acción colectiva que quede al margen de la esfera de las instituciones establecidas.
[2] Como causas de estos cambios socioeconómicos habrá que tener en cuenta: las catástrofes naturales, la superpoblación, la concentración de bienes y la modificación en cuanto al pago de tributos.

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